La noche la encontró sentada en
el sofá. Había esperado todo el día la llamada de su prometido que al partir en
la mañana le juró que llegaría para su almuerzo de aniversario.
—Allí estaré— había dicho, pero
las velas ya se habían consumido hace horas, y la comida, tal cual la había
servido seguía sobre la mesa, a excepción de unas cuantas harinas que las
hormigas habían robado para alimentar a su inmensa colonia.
Luego de llamarlo a la una un
tanto preocupada y no recibir más respuesta que el ya familiar correo de voz,
marcó a la oficina de su psicólogo, pues éste le había advertido que al menor
indicio de ansiedad o ante la aparición de sus recuerdos futuros, debía contactarlo para que la calmara lo
antes posible. Pero el terapeuta no contestó, primero porque era horario de
almuerzo, y segundo porque era domingo aunque Rebeca no lo notara.
Comenzó a rememorar los mensajes
que le había encontrado en su celular. Todos decían ser de su madre, pero ella intuía
que era una cortina barata para ocultar tras el rol de su suegra a todas las
infelices con quienes la engañaba. Evocaba en su mente la imagen de las tangas
que él aseguraba que eran de ella, aunque bien sabía que no eran de su talla,
odiaba los colores chillones y el encaje le producía escozor. Además, desde que
el psiquiatra le había diagnosticado esquizofrenia progresiva no habían tenido
ningún acercamiento sexual y de eso ya habían pasado 8 meses.
Las manos comenzaron a temblarle
incontrolablemente. Sabía que su prometido se sentía atraído por la vecina del
piso de encima, pues estaba convencida de que siempre que se encontraban en la
escalera, la sonrisa de la arpía ocultaba sus malas intenciones, y que él,
cuando ella no miraba, recorría su cuerpo empezando por los tobillos y terminando en su
mirada coqueta. Por eso, para evitar un rato incómodo, le dejaba el campo libre
haciéndose la que buscaba las llaves en el bolso para luego, después de un
tiempo prudente, sacarlas del bolsillo de su pantalón y sonreír por ser tan
distraída…
Seguramente cuando iba para el
apartamento se encontró a la vecinita en las escaleras que venía del mercado
con algunas bolsas, y buscando la manera de ganar puntos, se había ofrecido muy
caballerosamente a subirlas y acomodarlas en su alacena. De ahí habrían pasado
a tomarse una cerveza porque el calor de aquella tarde hacía que la ropa se les
pegara a los cuerpos, y ya que andaban cada uno con botella en mano se habrían
sentado a conversar en la sala y a reírse estúpidamente. Allá estarían toda la
tarde, luego de un par de botellas más, desnudos en la cama, acariciándose y
burlándose de la loca inocentona que se encontraba justo debajo esperando a su prometido. Todo esto pasaba por la cabeza de Rebeca, que
buscando un escondite, se acostó a dormir, pero en sus sueños no encontró más
que las imágenes de las cuales quiso escapar cuando decidió recostarse. Veía a
su prometido recorrer el cuerpo de la vecina con sus labios, darle pequeños
mordiscos cerca del ombligo y estremecerla con sus dedos, a lo que ella
respondía con leves gemidos y un movimiento inconstante y brusco de su pecho
que no lograba controlar. Justo entonces, en el momento en que su prometido
acercaba su boca a la boca de la vecina, se despertó de un brinco, sudando y
tiritando, únicamente acompañada por el sonido que producían sus dientes al
chocar los de arriba con los de abajo.
Entonces se incorporó, el sol ya
terminaba de ocultarse y ella estaba sentada en el sofá con la cabeza cargada
de furia, una ráfaga interior de odio que nunca había imaginado poder sentir.
A partir de ese momento dejó de
pensar, de conectar ideas, de ser consciente de sus acciones. Todo se quedó
blanco del color de la nada.
Cuando su prometido llegó a la
puerta del apartamento para la cena de aniversario que habían planeado hace un
mes, encontró la puerta abierta y escuchó el eco de la risa de Rebeca que
provenía del piso superior. Subió las escaleras y al encontrarse con tremenda
escena soltó la delicada bolsa roja donde traía unas tangas de algodón negras,
exactamente como a su prometida le gustaban.
Sobre la cama de la vecina se
hallaba Rebeca sentada, bañada en sangre y riendo locamente junto a los cuerpos
inertes de la arpía y su marido, quienes se hallaban durmiendo profundamente en
el momento en que Rebeca entró, y con el cuchillo más afilado que había sacado
de su apartamento, había apuñalado.
—¡Por Dios! ¿Qué has hecho
Rebeca?
—No eras tú amor, ¡No eras tú! No
sabes cuánto me alegra. Feliz aniversario, ¿vamos a comer?
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