viernes, 3 de febrero de 2023

Cuero

Cuando estaba en la universidad, solía escribir cuentos. Me inspiraba en experiencias propias y ajenas, en canciones, películas, novelas y poemas, pero disfrutaba especialmente inspirándome en otros cuentos. Me parecía una experiencia hermosa continuar con el desarrollo de un universo previamente iniciado por otro autor. Me sentía como el sucesor de un dios que decidió jubilarse y dejar que fuera otro quien continuara con su creación. Claro que no solo escribía cuentos, pero mi adicción se centraba en este género. Los escribía en cualquier momento que tuviera disponible. En la sala de espera del consultorio odontológico, en la mesa de un restaurante mientras esperaba mi orden; en el bus, en mi casa, en la de mi abuela y hasta en el gimnasio. Además, planeaba meticulosamente mis días, semanas y meses para garantizar que tendría esos momentos libres. Cada semestre, cuando llegaba el turno de escoger los horarios de clase, dejaba horas entre una y otra para tener tiempo de leer y escribir tranquilo. Cuatro horas, seis horas… Alguna vez dejé un hueco de diez horas entre clases. Nunca volví escribir tanto como en ese semestre.

También tomaba clases optativas sobre cuentistas latinoamericanos, literatura universal y creación literaria a partir de otras artes. Así garantizaba tener una excusa válida cuando quería deshacerme de los que usaban los recesos para desarrollar su vida social. Cuando llegaban a mi mesa y me preguntaban qué hacía, les respondía girando mi computador -dejando la pantalla frente a sus ojos, donde se veía una hoja de Word en blanco- y les explicaba que empezaba la redacción de un trabajo que debía entregar en la próxima clase. Luego redirigía la pantalla hacia a mí y empezaba a teclear cualquier cosa con cara de estar sumamente concentrado, dando por finalizada la conversación.

En ese entonces podía pasar horas escribiendo, casi siempre a mano, en una libreta de bolsillo de cubierta negra y hojas sin renglones. Porque sí, el computador era principalmente para alejar a los conversadores. La magia, la verdadera magia, ocurría en aquella libretica que algún día, en medio de una tusa -como llamamos en mi tierra al dolor causado por un desamor-, me fui caminando a la montaña y dejé que el río se la llevara. Ahí estaba yo, sentado en una piedra, viendo cómo la corriente se llevaba mi(s) historia(s) e imaginando que el agua iba diluyendo la tinta del lapicero y el grafito del lápiz hasta dejar las hojas blancas, justo antes de deshacerlas.

Todavía hoy, después de tantos años, me pregunto si alguien alguna vez encontró la libretita, y si fue así, lo que habrá encontrado por dentro.

Honestamente, espero que no, que el agua se lo haya llevado todo y que de aquella libreta, como de mí, solo haya quedado el cuero.

Cuero

Cuando estaba en la universidad, solía escribir cuentos. Me inspiraba en experiencias propias y ajenas, en canciones, películas, novelas y p...