También tomaba clases optativas sobre cuentistas latinoamericanos, literatura universal y creación literaria a partir de otras artes. Así garantizaba tener una excusa válida cuando quería deshacerme de los que usaban los recesos para desarrollar su vida social. Cuando llegaban a mi mesa y me preguntaban qué hacía, les respondía girando mi computador -dejando la pantalla frente a sus ojos, donde se veía una hoja de Word en blanco- y les explicaba que empezaba la redacción de un trabajo que debía entregar en la próxima clase. Luego redirigía la pantalla hacia a mí y empezaba a teclear cualquier cosa con cara de estar sumamente concentrado, dando por finalizada la conversación.
En ese entonces podía pasar horas escribiendo, casi siempre a mano, en una libreta de bolsillo de cubierta negra y hojas sin renglones. Porque sí, el computador era principalmente para alejar a los conversadores. La magia, la verdadera magia, ocurría en aquella libretica que algún día, en medio de una tusa -como llamamos en mi tierra al dolor causado por un desamor-, me fui caminando a la montaña y dejé que el río se la llevara. Ahí estaba yo, sentado en una piedra, viendo cómo la corriente se llevaba mi(s) historia(s) e imaginando que el agua iba diluyendo la tinta del lapicero y el grafito del lápiz hasta dejar las hojas blancas, justo antes de deshacerlas.
Todavía hoy, después de tantos años, me pregunto si alguien alguna vez encontró la libretita, y si fue así, lo que habrá encontrado por dentro.
Honestamente, espero que no, que el agua se lo haya llevado todo y que de aquella libreta, como de mí, solo haya quedado el cuero.
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